martes, 12 de abril de 2011

El silencio de Dios

Elie Wiesel, un superviviente de los campos de concentración del régimen nazi, galardonado con el Nobel de la Paz en 1986, relata lo que presenció el día de su llegada al campo de Auschwitz:

“ (…) la columna de los deportados tuvo que pasar cerca de una fosa de donde subían ´llamas gigantescas´. Dentro se quemaba algo. Se acercó un camión a la fosa y arrojó su carga: ´eran niños, eran bebés´ (...). Y Wiesel sigue así: ´Nunca olvidaré esta noche, la primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche cerrada con siete llaves. Nunca olvidaré este humo. Nunca olvidaré las caritas de los niños cuyos cuerpecillos vi transformados en torbellinos de humo bajo un cielo mudo. Nunca olvidaré estas llamas que consumieron para siempre mi fe”.

Después de leer el relato de Wiesel, ¿qué creyente no pregunta por Dios? ¿Por qué Dios consintió todo eso? Es más, ¿por qué Dios permite que se cometan tantas injusticias, haya tanto dolor, tanto sufrimiento en nuestro mundo? ¿Por qué Dios guarda silencio?

En efecto, ante el mal y el sufrimiento el creyente se revela y pone en cuestión su fe. ¿Acaso Dios, todopoderoso y bueno, no tiene poder para evitar el mal a la humanidad? O bien puede y no quiere, luego no es tan bueno; o bien quiere y no puede, luego no es todopoderoso; o, tal vez, ni quiera ni pueda, luego no es Dios. Este silogismo no solo forma parte del argumentario de algunos ateos; me atrevería a decir que muchos creyentes, en algún momento de nuestras vidas, nos lo hemos planteado.

Aunque dejemos para otra ocasión el tema de los atributos de Dios, convendría apuntar que debemos tener cuidado con ciertas ideas preconcebidas acerca de Dios, que no ponemos en cuestión, pero que nos impiden hacer un juicio justo a Dios. Sí, sí, un juicio a Dios -con todas las letras-. ¡Cómo nos gusta sentar a Dios en el banquillo!

El silencio de Dios no nos molesta cuando le juzgamos por permitir que miles de niños mueran de hambre; nos molesta que Dios no intervenga, que no haga caer el maná del cielo, que esté callado ante el sufrimiento del hambriento. Cuántas veces nos desahogamos culpabilizando a Dios del mal, juzgándole por omisión del deber de socorro. Sabemos que, a pesar de tan graves acusaciones, Dios va a permanecer en silencio. Y eso nos produce tranquilidad; tal vez porque en su defensa podría decir que es injusto cargar sobre él la responsabilidad de los demás, que en el mundo nos ha dado suficiente alimento para todos, pero que está mal repartido, que se tiran millones de kilos de comida al año mientras miles de niños mueren por desnutrición.

Sería más fácil para Dios que todo esto acabara. Sería más sencillo quitarle al hombre el don de la libertad, así todos cumplirían la voluntad divina, el mal cesaría y todos seríamos más felices. ¿Por qué Dios no actúa así?

Ahora bien, me pregunto, si Dios actuara así, si todo este tinglado de humanidad, mundo e historia funcionara como un teatro de marionetas en el que todos estuviéramos a merced de la voluntad de un divino titiritero, ¿qué sentido tendría nuestra existencia? ¿Seríamos felices, entonces, vagando errantes en un paraíso terrenal donde el mal no existiera, pero la libertad tampoco? Creo que, a pesar del mal, la libertad es necesaria para la felicidad. Y Dios, me parece a mí, no es un tipo al que le gusten las medias tintas -perdón por la expresión-, y ha tomado una decisión: hacernos libres.

Quizás cuando logremos intuir los motivos de Dios para no actuar ante el mal como muchas veces nos gustaría, podremos comprender la razón de Dios para hacernos libres, con el consiguiente riesgo -probable y probado- de que le neguemos o, no sé que es peor, simplemente ni nos cuestionemos acerca de su existencia -por no hacernos falta para ir tirando en el día a día-.

A pesar de lo que pueda parecer, mi fe o, lo que es lo mismo, mi esperanza -y de ella quiero dar razón en este blog- me lleva a creer que Dios no permanece mudo ante el problema del mal y del sufrimiento.

En Jesús, el Cristo, ejecutado injustamente en una cruz, abandonado por amigos, apaleado podemos encontrar respuesta a nuestra pregunta acerca del silencio de Dios. Él hace suyo el grito de todo aquel que sufre: "¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Cristo es la prueba de la solidaridad de Dios con el hombre sufriente. No es un Dios a-pático, sino un Dios sim-pático y em-pático, que es capaz de padecer-con-otro, de sentir-con/junto-al otro. Dios sufre verdaderamente. No olvidemos que cuando Jesús llora por la muerte de su amigo Lázaro es Dios quien está llorando, quien está sintiendo la pérdida de un ser querido. Su divinidad no le hace distinto en eso a nosotros, porque él mismo ha querido ser igual en todo a nosotros menos en el pecado.

Dios no permanece mudo, a la vez que no deja de susurrarnos cuánto nos quiere, grita con voz potente por medio de su único hijo, que es su Palabra, en favor de todos sus hijos que sufren. Y esa Palabra es denuncia de las injusticias y anuncio de un mundo mejor; esa Palabra es esperanza para todo aquél que, como él, siente el frío hierro de los clavos o la lanza. Esa Palabra es fe en un Padre que no abandona a sus hijos. Esa Palabra es Amor. Y sin esa Palabra, sin Cristo crucificado, estaría por demostrar que Dios existe.

Ante tanto mal, ante tanto dolor, siempre me pregunto cómo lo estará llevando Dios. Le pregunto a él y no es silencio lo que obtengo por respuesta; oigo los sollozos de mi Dios sufriendo con el que sufre y alegrándose con el que se alegra, y la risa, de fondo, de aquellos que sufrieron a manos de sus hermanos, de millones de inocentes muertos incluso antes de nacer, de los que tuvieron mala suerte en sus vidas... todos, ahora sí, viven con un Señor que no les trata como siervos, que les trata como iguales -como dioses-. Ese Señor es el Dios en el que creo, mi amor y mi esperanza.