RAZÓN DE MI ESPERANZA
jueves, 20 de diciembre de 2012
sábado, 8 de octubre de 2011
Durante estos días vengo haciendo las meditaciones de la novena en honor de Nuestra Señora de las Cruces, de Don Benito. El contenido gira en torno a las grandes cruces que pesan sobre el mundo. Comparto con todos estas meditaciones que he preparado. La primera de ella versa sobre la cruz de la ENFERMEDAD. Fue introducida por un vídeo preparado por la Conferencia Episcopal Española en la Jornada por la vida de este año. Os lo dejo también al final del post.
Meditación del día 3 de octubre de 2011.
Por supuesto que siempre hay una razón para vivir. La enfermedad es una cruz que soportan millones de personas; no sólo los enfermos, también sus familiares y amigos. Es una cruz que para unos resulta más pesada que para otros. En muchas ocasiones, a medida que pasa el tiempo la cruz se puede ir haciendo cada vez más pesada.
Ninguno de los que estamos aquí somos ajenos al sufrimiento que ocasiona la enfermad. Es una cruz que nos acompaña debido a nuestra condición frágil condición humana.
Ante la enfermedad pueden darse diversas actitudes, tanto por parte de los enfermos como por parte de las personas cercanas a ellas.
Podemos encontrarnos con personas abatidas psicológicamente y deprimidas a causa de la enfermedad. Es algo comprensible. Nuestra fragilidad humana también se manifiesta en esto. Por el contrario, podemos conocer a enfermos que, sin dejar de sufrir, viven con gran serenidad y sosiego; en muchos casos, con la misma alegría que antes de enfermar.
Con la gracia de Dios todos podemos vivir así. Confiar sólo en las propias fuerzas es poner la fragilidad en manos de la propia fragilidad. Es como poner al zorro a cuidar el gallinero.
En el libro del profeta Jeremías (17, 7-8) escuchamos estas palabras:
Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza. Será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces; cuando llegue el calor, no lo sentirá y sus hojas se conservarán siempre verdes; en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos.
Esta es la actitud de un creyente ante los problemas. Es difícil, sí. En ocasiones muy difícil, sí. Pueden surgir dudas, miedos, enfados con Dios. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a esta persona?
Pero la enfermedad en ningún caso es un castigo de Dios. Dios no desea nunca el mal del hombre. Jesucristo no anduvo por el mundo haciendo enfermar a nadie. Al contrario, pasó por el mundo haciendo el bien, sanando a los enfermos, consolando a los tristes, aliviando el dolor. La enfermedad es fruto de nuestra naturaleza débil.
Es cierto que Dios tiene el poder de sanar cualquier enfermedad. Preguntarnos por qué no lo hace sería inútil. Es un misterio. Aún si tuviéramos una respuesta seguramente no la comprenderíamos. Seríamos como aquellos que mirando a Jesús, colgado en la Cruz, le preguntaban acerca de su poder. ¿Acaso no pudo Él, siendo Dios, haber bajado de la Cruz y terminar con su sufrimiento? Sin embargo no lo hizo. Dios sabe lo que es el sufrimiento humano; lo experimentó en su propia carne. Así nos demostró que no es ajeno al dolor.
Cristo está al lado de cada ser humano que sufre a causa de la enfermedad. Si miramos hacia otro lado quizás encontremos vacío. Pero si miramos hacia el lado donde está el Señor, encontraremos el rostro de un Dios compasivo; unos ojos que nos miran con cariño, con ternura; un rostro que nos transmite paz y serenidad; unos labios que pronuncian palabras de consuelo; unas manos que nos acarician y nos sostienen.
Y acompañando a Jesús está María. Ella ve a cada enfermo no sólo como un hijo; pues todos somos hijos suyos al habérnosla entregado Jesús como Madre. Ella ve en el rostro de cada enfermo el rostro de Jesús. Y acompaña; y ruega; y vela por los que sufren; tomando en sus brazos nuestra debilidad, al igual que tomó en sus brazos la debilidad del pequeño cuerpo de su Hijo en Belén.
Nosotros los cristianos, que debemos velar los unos por los otros, también debemos permanecer al lado de quienes llevan la cruz de la enfermedad sobre sus hombros. Ayudando a los demás a llevar su cruz es como si, retrocediendo en el tiempo 2000 años atrás, ayudásemos a Jesús a llevar la Cruz en el camino del Calvario. Debemos ayudar a los enfermos a soportar el peso de la cruz, con nuestra oración y con nuestro acompañamiento. Así se manifestará el poder del amor, que es en definitiva el poder de Dios.
Nosotros los jóvenes, en febrero pasado, pudimos llevar sobre nuestros hombros una cruz de madera que el Papa Juan Pablo II nos regaló. Esa cruz es un signo. Haberla llevado no tendrá sentido si no cogemos estas otras cruces de las que hablamos. También portamos el icono de la Virgen María. Ella nos acompaña en la tarea de ayudar a los demás a llevar su cruz. A ella, a Nuestra Señora de las Cruces, a quien en las letanías llamamos “salud de los enfermos”, le pedimos por todos los que llevan sobre sus hombros la cruz de la enfermedad.
martes, 12 de abril de 2011
El silencio de Dios
“ (…) la columna de los deportados tuvo que pasar cerca de una fosa de donde subían ´llamas gigantescas´. Dentro se quemaba algo. Se acercó un camión a la fosa y arrojó su carga: ´eran niños, eran bebés´ (...). Y Wiesel sigue así: ´Nunca olvidaré esta noche, la primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche cerrada con siete llaves. Nunca olvidaré este humo. Nunca olvidaré las caritas de los niños cuyos cuerpecillos vi transformados en torbellinos de humo bajo un cielo mudo. Nunca olvidaré estas llamas que consumieron para siempre mi fe”.
Después de leer el relato de Wiesel, ¿qué creyente no pregunta por Dios? ¿Por qué Dios consintió todo eso? Es más, ¿por qué Dios permite que se cometan tantas injusticias, haya tanto dolor, tanto sufrimiento en nuestro mundo? ¿Por qué Dios guarda silencio?
En efecto, ante el mal y el sufrimiento el creyente se revela y pone en cuestión su fe. ¿Acaso Dios, todopoderoso y bueno, no tiene poder para evitar el mal a la humanidad? O bien puede y no quiere, luego no es tan bueno; o bien quiere y no puede, luego no es todopoderoso; o, tal vez, ni quiera ni pueda, luego no es Dios. Este silogismo no solo forma parte del argumentario de algunos ateos; me atrevería a decir que muchos creyentes, en algún momento de nuestras vidas, nos lo hemos planteado.
Aunque dejemos para otra ocasión el tema de los atributos de Dios, convendría apuntar que debemos tener cuidado con ciertas ideas preconcebidas acerca de Dios, que no ponemos en cuestión, pero que nos impiden hacer un juicio justo a Dios. Sí, sí, un juicio a Dios -con todas las letras-. ¡Cómo nos gusta sentar a Dios en el banquillo!
El silencio de Dios no nos molesta cuando le juzgamos por permitir que miles de niños mueran de hambre; nos molesta que Dios no intervenga, que no haga caer el maná del cielo, que esté callado ante el sufrimiento del hambriento. Cuántas veces nos desahogamos culpabilizando a Dios del mal, juzgándole por omisión del deber de socorro. Sabemos que, a pesar de tan graves acusaciones, Dios va a permanecer en silencio. Y eso nos produce tranquilidad; tal vez porque en su defensa podría decir que es injusto cargar sobre él la responsabilidad de los demás, que en el mundo nos ha dado suficiente alimento para todos, pero que está mal repartido, que se tiran millones de kilos de comida al año mientras miles de niños mueren por desnutrición.
Sería más fácil para Dios que todo esto acabara. Sería más sencillo quitarle al hombre el don de la libertad, así todos cumplirían la voluntad divina, el mal cesaría y todos seríamos más felices. ¿Por qué Dios no actúa así?
Ahora bien, me pregunto, si Dios actuara así, si todo este tinglado de humanidad, mundo e historia funcionara como un teatro de marionetas en el que todos estuviéramos a merced de la voluntad de un divino titiritero, ¿qué sentido tendría nuestra existencia? ¿Seríamos felices, entonces, vagando errantes en un paraíso terrenal donde el mal no existiera, pero la libertad tampoco? Creo que, a pesar del mal, la libertad es necesaria para la felicidad. Y Dios, me parece a mí, no es un tipo al que le gusten las medias tintas -perdón por la expresión-, y ha tomado una decisión: hacernos libres.
Quizás cuando logremos intuir los motivos de Dios para no actuar ante el mal como muchas veces nos gustaría, podremos comprender la razón de Dios para hacernos libres, con el consiguiente riesgo -probable y probado- de que le neguemos o, no sé que es peor, simplemente ni nos cuestionemos acerca de su existencia -por no hacernos falta para ir tirando en el día a día-.
A pesar de lo que pueda parecer, mi fe o, lo que es lo mismo, mi esperanza -y de ella quiero dar razón en este blog- me lleva a creer que Dios no permanece mudo ante el problema del mal y del sufrimiento.
En Jesús, el Cristo, ejecutado injustamente en una cruz, abandonado por amigos, apaleado podemos encontrar respuesta a nuestra pregunta acerca del silencio de Dios. Él hace suyo el grito de todo aquel que sufre: "¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Cristo es la prueba de la solidaridad de Dios con el hombre sufriente. No es un Dios a-pático, sino un Dios sim-pático y em-pático, que es capaz de padecer-con-otro, de sentir-con/junto-al otro. Dios sufre verdaderamente. No olvidemos que cuando Jesús llora por la muerte de su amigo Lázaro es Dios quien está llorando, quien está sintiendo la pérdida de un ser querido. Su divinidad no le hace distinto en eso a nosotros, porque él mismo ha querido ser igual en todo a nosotros menos en el pecado.
Dios no permanece mudo, a la vez que no deja de susurrarnos cuánto nos quiere, grita con voz potente por medio de su único hijo, que es su Palabra, en favor de todos sus hijos que sufren. Y esa Palabra es denuncia de las injusticias y anuncio de un mundo mejor; esa Palabra es esperanza para todo aquél que, como él, siente el frío hierro de los clavos o la lanza. Esa Palabra es fe en un Padre que no abandona a sus hijos. Esa Palabra es Amor. Y sin esa Palabra, sin Cristo crucificado, estaría por demostrar que Dios existe.
Ante tanto mal, ante tanto dolor, siempre me pregunto cómo lo estará llevando Dios. Le pregunto a él y no es silencio lo que obtengo por respuesta; oigo los sollozos de mi Dios sufriendo con el que sufre y alegrándose con el que se alegra, y la risa, de fondo, de aquellos que sufrieron a manos de sus hermanos, de millones de inocentes muertos incluso antes de nacer, de los que tuvieron mala suerte en sus vidas... todos, ahora sí, viven con un Señor que no les trata como siervos, que les trata como iguales -como dioses-. Ese Señor es el Dios en el que creo, mi amor y mi esperanza.
miércoles, 23 de marzo de 2011
De la primavera, la esperanza, Platón y el cielo
este cuaderno o blog, como gusten llamarlo. Es uno entre tantos, una
gota de agua en el inmenso océano virtual de Internet. Un lugar para los
amigos, los del presente y los del futuro; un espacio donde departir y
compartir algunos pensamientos y emociones. Nada sofisticado.
Cuando hace unos días comentaba con unos amigos mi intención de
crear un blog, uno de ellos me invitó -aunque fue más bien un reto- a
tratar en mi primer post un tema que surgió en una animosa
conversación mientras tomábamos algo en casa, tras ver un partido de
fútbol. Hablamos de Platón, del cielo y de alguna cosa más -curiosos
temas para un sábado por la noche-. La cuestión es que esta primera
entrada debe versar sobre la siguiente pregunta: ¿estará Platón en el
cielo?
¿Cómo responder a esto? ¿Qué tema es ese para inaugurar un blog?
¿Desde que óptica enfocarlo: filosofía, teología, una mezcla de ambas?
Demasiadas preguntas. Y lo cierto es que la cuestión daría para mucho.
El nombre del blog señala la orientación que tendrán las palabras que
en él aparezcan escritas. “Razón de mi esperanza” es un lugar donde
compartir un don precioso que un día se me concedió: la fe en
Jesucristo. Ésta es la esperanza a la que, en comunión con muchos, he
sido llamado, de la que soy testigo e intento testimoniar -a pesar de mis
debilidades-.
Del maestro de Aristóteles no puedo afirmar que esté en el cielo, como
tampoco puedo negarlo, y esto es así por lo siguiente:
Platón no conoció a Jesucristo, murió siglos antes de que él naciera. Él
tampoco profesó la fe judía, donde se anunció precisamente la venida
del Salvador. Sin embargo, la salvación que trae Jesús tiene un alcance
cósmico, universal, no se ve limitada ni por el espacio ni por el tiempo.
La salvación sólo encuentra una limitación: la libertad humana; y esto
es así por propia voluntad de Dios. Quien rechaza deliberadamente este
don, lo pierde; pues qué sentido tendría que algo así se impusiera por
la fuerza.
Por otra parte, cuando en el Credo decimos que Cristo “descendió a los
infiernos”, hacemos referencia a que “bajó” para rescatar a los justos
que le habían precedido; aquí infierno no hace referencia a la
condenación, sino a lo que precisamente he apuntado antes, que la
salvación de Jesús tiene un alcance universal, no limitado por el
tiempo. Luego esta salvación también toca a los que precedieron al
Mesías (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 633).
Volviendo al discípulo de Sócrates... Si bien su pensamiento no es
cristiano -no cabría esperar lo contrario- y, a pesar de haber sustentado
toda una teología cristiana posterior, con San Agustín como su
principal exponente, Platón fue un buscador de la verdad y en su
filosofía hay suficientes muestras de ello. No es el momento de
analizarlas ahora. Sólo apuntar que ese deseo de alcanzar la verdad,
que podríamos identificar con su suma idea de Bien, que como el Sol
permite el conocimiento de las demás ideas y condiciona su existencia,
ya es un punto a favor de Platón para apuntar que no se debió apartar
mucho del camino del cielo. En efecto, todo aquél que con sincero
corazón busca la verdad -y Cristo nos dijo que él era la verdad (Cf. Jn
14, 6)-, busca realmente a Dios y se encamina hacia él.
Hay semillas de esa verdad (logos spermatikós, que dirían San Justino
y los Apologistas del siglo II) esparcidas por toda la humanidad y que,
si son cultivadas adecuadamente, pueden llegar a germinar en cada
hombre -aunque nunca haya oído hablar de Jesucristo-. Por esto
podemos afirmar que es posible la salvación de los no cristianos (Cf.
Lumen Gentium, 10; Catecismo de la Iglesia Católica, 847).
Todo esto nos permite concluir que, si Platón fue un buscador sincero
de la verdad, de lo trascendente, de lo santo... y llevó una vida justa, no
se debería haber apartado del camino del cielo y, por la misericordia
infinita de Dios -como no podría ser de otra manera-, y los méritos de
Jesucristo, podría estar perfectamente gozando ahora en su presencia.
Pues Dios es “justo remunerador de los que lo buscan” (Hb 11, 6). Ya se
encargaría San Agustín de interceder por él si aún le hubiera quedado
algo de lo que purificarse.
Punto y final -de momento-.